Podeu llegir la seua història tot seguit:
VERDAD
MORTÍFERA- Atlas Hernández
Una gota brillante de sudor caía suavemente por
la nuca de Ámber, y, al igual que una trepidante aventura por el río Amazonas,
descendía rápidamente hasta llegar a la pálida espalda de la chica. Allí no se
detuvo sin embargo y siguió bajando y bajando trepidantemente, pasando pecas,
granos y pequeñas manchas en la piel que recordaban a un verano ya lejos de
aquella hermosa muchacha de cabellera dorada cuyo perfil los artistas italianos
del siglo XVI habrían soñado el poder
dibujar o tallar sobre el duro mármol.
Como dijo
una vez una persona, en realidad quien escribe la frase es sólo la narradora de
esta historia, así que es muy probable que no la hayáis escuchado anteriormente,
y dice así: “Solamente
la perfección puede teñirse del color ámbar, pues, si recordamos bien, es el
color del ocaso brasileño, que es, por
no decir el mejor, uno de los más bonitos ocasos que estos pobres ojos mortales
han podido observar alguna vez en este arduo e inaudito viaje llamado Vida.”
Si seguimos el consejo de la frase, el color ámbar sería el más
indicado para nombrar algo precioso, pero llamar a su hija “Ámbar” nunca le
gustó a la madre de la joven así que le puso el más parecido, “Ámber”.
Seguimos
con la aventura de la gota de sudor que después de numerosas vicisitudes ha
conseguido acabar su recorrido, y ahora, como el final esperado de un personaje
de George R. R. Martin, es asesinado, absorbido por la tela roja del sofá donde
nuestra protagonista está cómodamente tumbada, al igual que un gato
garfieldiano después de un festín a base de lasaña.
La
preciosa Ámber se movió incómoda, pues había pasado las últimas ocho horas en
esa posición haciendo una sola cosa: estar con su apreciado móvil.
Ya
eran las tantas de la madrugada y Ámber debería estar durmiendo. Sin embargo,
estaba sola, bañada por la luz de la desnuda bombilla amarilla, acariciando su
suave piel color marfil y disminuyendo las posibilidades de que la chica
acabara cegada por los rayos que desprendía la pequeña pantalla táctil.
Escuchó
unos pasos tambaleantes, frágiles; después, el sonido sordo de un jarrón
cayendo a una moqueta, sin llegar a romperse.
Vecinos, pensó Ámber pasados unos segundos.
Sí,
tal vez fueran sus vecinos del piso de arriba, que siempre estaban discutiendo,
pero ¿tan tarde? Quién sabe, tal vez. O
quizás los del piso de abajo, aunque la chica dudaba que el sonido del jarrón
se hubiera podido escuchar tan nítidamente. Claro que aún quedaba la tercera y
cuarta opciones, donde una era su imaginación y la otra su madre, que perdida
en un sueño oscuro hubiera tirado el objeto de porcelana azul situado al lado
de la mesilla de noche, un regalo de su esposo por el décimo aniversario de
casados. Sin embargo, no explicaba los pasos, así que lo más razonable eran los
vecinos del piso de arriba.
Un escalofrío le recorrió la espalda, no le dio la importancia necesaria y siguió a lo suyo. “Me gusta”, “Comentario”, vuelta a empezar y así todo el rato. Solo paraba de su bucle fotográfico para hablar por WhatsApp con sus amigos también desvelados, pero luego volvía, igual que un salmón intenta volver a donde nació, aunque eso suponga ir contracorriente y siempre acabando con el mismo final nefasto: la muerte. Así es nuestra querida Ámber, un salmón que siempre vuelve al mismo sitio, en este caso a un simple objeto, y que, tarde o temprano, acabaría con la chica.
De repente, la pantalla del móvil devino negra, indicando una terrible verdad a los ojos de Ámber. Se había quedado sin batería. Soltó un juramento…
Decidió, resignada, levantarse en busca del cargador para poder seguir con su misión de explorar las infinitas cuentas y fotografías de Instagram.
Caminó
despacio, sus pisadas eran apagadas por la moqueta rojo vino que se extendía
por el suelo. Al pasar justo al lado de
la mesa del comedor, alcanzó a ver un trozo papel con unas palabras impresas;
se acercó lo cogió entre sus manos y leyó:
-Doctor
tengo un problema: Soy ciberadicta.
Arrugó el papel con
rabia.
-¡¿En serio, mamá?!
– gritó - ¡¿Soy yo la que tiene un problema?!
Un grito ahogado
sonó. Otro objeto frágil cayó al suelo, esta vez rompiéndose. Era su madre y
ella lo sabía.
-¡¿Y tú qué?! –
volvió a gritar llena de enfado.
Se encaminó hacia
su cuarto pensando en la carta. Si admitía que tenía un problema tendría que ir
a un psicólogo y eso no le disgustaba, porque tendría que hablar de su vida y
de cómo había tenido que ocultarse entre fotos de vida perfecta, momentos perfectos
y, en resumen, todo perfecto, para ocultarse del dolor que en realidad la atizaba
sin descanso noche y día: de cómo perdió a su padre.
Otro grito. De
nuevo su madre, que dentro del efecto del alcohol, donde había tenido que
refugiarse, se había hundido en una pesadilla del pasado, donde se juntaban las
dos peores cosas de este mundo: la cruel realidad y la oscura imaginación, creando
un pasillo de lágrimas y muerte, de sufrimiento, pero sobretodo, de verdades.
Ámber decidió
ignorarla y entró al pasillo oscuro que la conduciría a su destino final.
Se quedó
parada mirando el cuarto de ella.
Recordando quién podría haber llegado a ser. Aún estaba la cuna ahí, como si
una personita fuera a empezar a llorar pidiendo atención en cualquier momento.
Pero eso no pasaría, claro que no, y Ámber lo sabía, su madre lo sabía, y sin
embargo ahí estaba, recordando lo que pudo haber sido y no fue, y ya nunca
sería.
-¡¿Crees que yo no
los echo de menos?! ¡¿Qué no pienso en ellos cada día de mi maldita
existencia?! ¡¿Eso es lo que piensas?! – las lágrimas le acechaban al borde de
sus ojos verdes, casi sin poder contenerlas. - ¡Te equivocas mamá! ¡Siempre
estuviste equivocada!
Se echó a llorar
como no había llorado en meses, quizá años.
-Volveré para cenar, cariño.- habían
sido sus últimas palabras de aquella noche fatídica.
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